El peligro de una sociedad “maternizada”
Muchas veces y en el mejor de los casos, ocurre que los hijos son deseados. Incluso a veces, demasiado deseados, como un anhelo a futuro que solo persigue su realización. Son los casos en que el futuro hijo se convierte en razón de ser de la pareja. Desde el momento en que se es “padre o madre de”, el adulto puede habitar el mundo de los padres, un mundo de obligaciones pero donde éstos también encuentran derechos de resarcimiento. Aquella sensación interior de inseguridad en la vida, de injusticia ante los otros, de malestar que suele habitar a las personas, puede calmarse con la llegada de un hijo porque al fin ya no se trata de uno mismo, si no del pequeño, que además de desplazar el foco de interés, confiere un nombre. Ser “padre o madre de”, es una identificación inapelable.
Aún ahora, ante el cuestionamiento del patriarcado, las funciones psíquicas de quien ejerce como madre -sea mujer u hombre- son distintas de quien ejerce las ejerce como padre –sea mujer u hombre-. Lo verdaderamente importante para un niño o niña, es que esas dos funciones estén salvaguardadas, independientemente de quien las sostenga, pueden ser los abuelos, tíos, vecinos muy cercanos. Las configuraciones son múltiples, pero un niño necesita ser no solo esperado y amado, sino también, regulado.
Estando atentos a la configuración de nuestra época, vemos que el patriarcado se ha descubierto como un sistema a abolir. Ante su connotación de dominio y opresión sobre las mujeres, que sin duda merece el más firme repudio, se confunde abuso de poder con autoridad y ello repercute en la organización de las familias actuales. El abuso de poder supone un exceso en quien legisla, también en el ámbito familiar. Un padre- conviene insistir: o quien ocupe su función- que pretenda ordenar su familia desde la rigidez implacable de sus imposiciones, sin tolerar ni mostrar ningún error, desde luego, pierde toda eficacia. Se convierte justamente por el exceso, en el alguien despreciable e inoperante. Sin embargo, lo contrario es la autoridad, que es imperiosa para el hijo o hija. Es un alivio para los pequeños que sus satisfacciones no predominen todo el tiempo, que haya algún adulto que diferencie lo que está bien de lo que está mal, lo que es privado de lo que es público, lo que es familiar de lo que no.
Se escucha y se lee a menudo, especialmente en las redes, una proliferación de consejos para ser buenos padres: amar mucho a los hijos, ser empáticos con ellos, no enfrentarse a ellos si desobedecen sino distraerlos. El colmo del disparate es la advertencia de que a los niños no se los debe frustrar. ¿Por qué habría que decir “si” a todo lo que ellos pretenden? ¿Acaso ellos tienen mejores criterios que sus padres? ¿Es que acaso vamos a convertirlos en los nuevos amos de la familia, en sustitución del padre que ya no ejerce como tal? Nos dirigimos peligrosamente hacia allí. Ahora son los niños los que organizan la vida familiar, las actividades de ocio, el criterio de las necesidades, los lazos de amor que muchas veces adoptan la forma de verdaderos chantajes emocionales.
Hablaba antes de dos funciones, porque en estrecha relación con que el hombre deje de imperar, la sociedad está basculando peligrosamente hacia la exaltación del polo contrario, al de una maternidad confusa. No solo se espera que los padres se ocupen de los cuidados –ninguna objeción si sólo fuera eso- sino que las madres, bajo el mandato de amar “mucho” a sus hijos- ¿acaso no suelen hacerlo ya, que aún es necesario esforzarse más?- y del derecho adquirido de no depender de nadie para convertirse en madres; muy fácilmente se alían a esa destitución de la paternidad, incluso habiendo un partenaire. Es una clara tendencia: madres cada vez más abnegadas, y padres maternizados.
Es cierto que los hombres actuales se despistan ante estos mandatos, y ante la duda, se desautorizan en sus propios actos y que en cambio, las mujeres se acomodan demasiado bien a esos mandatos, porque suelen extraviarse en la maternidad, a veces, sintiendo que los hijos pueden colmarla tanto o más plenamente que una pareja. Mientras, los hijos e hijas por su parte, por la satisfacción que encuentran en ese vínculo con sus madres, fácilmente se acomodan a su cobijo.
Así quedan dadas las condiciones de una tormenta perfecta porque como bien dice el saber popular, el amor de una madre es ilimitado, es decir, sin nada que lo administre. Y si como además sucede, que el amor nunca es puro, ni siquiera el amor filial que se sostiene en las mejores razones, sobrevendrán los matices de la ambivalencia, de agresividad, incluso de odio cuanto más intenso y cerrado sea el lazo preferente con la madre. Es lo que vemos emerger cada vez más siniestramente, como fenómenos de violencia de distinta magnitud. Ya está ocurriendo socialmente. Es una constatación clínica, no ideológica, que el peor lugar posible para un hijo, es encontrarse en una familia que prescinde de la función paterna.
Lorena Oberlin Rippstein
oberlinlorena@gmail.com
Artículo publicado en el Diario Información de Alicante
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