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No tengo con quién hablar, ¿me siento solo?

No tengo con quién hablar, ¿me siento solo?

Desde hace unos cuantos años, nuestra sociedad considera la soledad como un problema de salud pública y en general se la asocia al hecho de no tener con quien hablar. La ausencia de pareja, familiares o amigos con quienes vincularse, sumada a los cambios en la forma de vida y la manera de comunicarnos que la modernidad trae consigo, han sido señalados como las causas principales y han orientado el debate público sobre cómo actuar frente a este problema. A partir de esta concepción de la soledad se ha puesto especial interés en los adultos mayores. Y gran parte de las propuestas intentan estimular y facilitar que las personas puedan encontrarse con otras.

Sin embargo, en la consulta una adolescente de 16 años, una mujer de 32 y un hombre de 47 coinciden en decir: me siento sola(o), no tengo con quién hablar”. Resulta llamativo que en todos los casos hay otros” con quienes hablar, hay amigos, de los de siempre y de los de Facebook, hay familiares, hay compañeros de trabajo, hay seguidores con quienes interactúan y están en contacto permanentemente. Aún así, un sentimiento de angustia, abre la pregunta por su propia soledad más allá de la presencia o ausencia de un “otro” e independientemente de su edad.

En este sentido un estudio de la Universidad Pontificia Comillas de noviembre del 2020  muestra que en España: el 14,7% de los mayores de 60 años, el 18% de quienes tienen entre 30 y 60, y el 31% de los jóvenes menores de 30, han manifestado sentirse solos. Haciendo evidente que no se trata entonces de un problema que afecte especialmente a los adultos mayores, sino que se extiende a todas las edades y principalmente a los jóvenes.

Entonces cómo entender este sentimiento de soledad que afecta cada vez a más personas, independientemente de su edad y  más allá de la presencia efectiva de vínculos interpersonales?

La soledad puede pensarse como una experiencia saludable a lo largo del desarrollo de un individuo y está relacionada con la posibilidad de separarse de los otros. Esta tarea no resulta nada sencilla en los seres humanos, puesto que nacemos absolutamente desvalidos y dependientes, siendo imprescindible que haya alguien, que durante los primeros tiempos nos aloje de alguna forma para poder sobrevivir, para posteriormente lograr separarnos.

Una vez que el sujeto ha sido capaz de separarse de quienes lo han criado será también capaz de estar a solas, arreglándoselas de alguna forma con la angustia que ese estado pueda suscitar. Por esto mismo es que la soledad, así considerada, nada tiene de patológico. A modo de ejemplo podríamos decir que alguien que está solo, no necesariamente se siente solo.

Pero a diferencia de la soledad, podríamos hablar de un estado que sí parece avanzar en esta época y puede confundirse con aquella. Se trata del aislamiento, experiencia que se distingue, no por una separación, sino por una exclusión del otro. En el aislamiento el sujeto construye, sin saber del todo porqué, un muro que lo separa de los demás.

La soledad puede surgir allí donde falta un familiar, un amigo, un amor o hasta incluso alguien odiado. Pero evidentemente asistimos a la mutación de la soledad en una experiencia de aislamiento, cuyo afecto angustiante, no puede ser elaborado. Y estas formas de aislamiento se hallan bien camufladas entre contactos, seguidores, amigos y familiares. 

Para soportar la falta del otro que hay en la soledad, para no aislarnos, es necesario arreglárselas con aquello que falta de nosotros mismos. Dado que vivimos en un sistema que nos empuja a una satisfacción ilimitada, mediante un oferta infinita de objetos, que nos da la libertad de elegir cómo y cuándo encontrar aquello que se adapta a nuestros deseos, para que nada falte, la tarea se nos vuelve cada vez más complicada. 

Esta forma de consumir a la que nos vemos “sometidos libremente”, nos ubicaría a las puertas de la sobrevalorada felicidad, por la posibilidad de disponer de todo aquello que “necesitamos”. Felicidad que ha dejado de ser un deseo, para convertirse en un mandato, cuya principal virtud consistiría en que no necesita de otros.   Es en este contexto que consideramos las relaciones, como un objeto más de consumo, que debiera darnos algo de dicha felicidad o por lo menos, algo de lo que nos falta. Y sin embargo, parece que cada vez más personas y especialmente los jóvenes, no encuentran en los vínculos aquello que esperan: no sentirse solos y por lo tanto ser felices.

Frente a este panorama queda interrogarnos sobre nuestra propia soledad y la forma en la que nos habita, dado que no deja de ser una experiencia singular para cada uno. Siendo esta una condición necesaria, aunque no suficiente, para encontrar algo de felicidad.

Diego Ortega Mendive (ortegamendive@gmail.com)

Artículo publicado en el Diario Información. 

 

 

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