Cuando la violencia es ejercida por los hijos
Hace unos días, escuchaba a una madre preguntarse si es normal que su hijo de 6 años la escupa, cada vez que ella intenta hacer cumplir las normas de la casa. Ese comentario señala de pleno el problema: es cierto que la irrupción de la violencia hacia padres o hermanos suele emerger en la adolescencia, pero como eclosión de procesos psíquicos que ya estaban presentes en la infancia.
Un niño que reclama para si un lugar de excepción, que se relaciona con los otros exigiendo su propia satisfacción, que solo escucha si se le dice lo que quiere oír, que desafía constantemente, y agrede verbal o físicamente de manera sostenida; un niño con estas particularidades, hace sintomáticamente un reclamo. Un reclamo para que un límite se instaure.
En estos casos de violencia se puede aislar una doble lógica: por un lado, el capricho y por otro, el rechazo. Cuando el capricho dirige masivamente la vida de un niño, se está manifestando una voluntad por fuera de la ley. El niño mismo ha quedado tomado por los acontecimientos imprevistos que lo pulsionan. Mientras que el rechazo actuado en la agresión, es un rechazo a lo que en el padre, madre o hermano, se satisface de manera inconsciente. El hijo que agrede, se dirige agudamente a ese punto.
Desde luego, el menor que agrede es responsable de sus actos, independientemente de la edad que tenga. Pero tratándose de un hijo, las coordenadas no son tan simples. Un hijo es un producto: como mínimo, el resultado de la eficacia de las funciones materna y paterna más, la historia que lo preexiste y su propia elección vital. La violencia en la trama familiar es una respuesta fallida, del menor, al entrecruzamiento con aquello que de los padres, se ha puesto en juego.
Por tanto, no se trata de una simple apuesta por la reeducación y castigo para resolver estos casos, porque no son sujetos maleducados sino niños y adolescentes sintomatizados.
La intervención legal en casos extremos es imprescindible, y confirma por el aplacamiento que introduce, que es un tratamiento por vía dela ley de aquello que ha quedado desregulado en el menor. Pero será un paliativo hasta tanto, los roles de víctima y verdugo en la familia no comiencen a ser cuestionados.
De poco sirve situar al entorno como víctima. En el dicho de esa madre que comentaba al principio, al menos, de manera latente, se hacen presentes los interrogantes oportunos: “¿Dónde está el límite y quién debe aplicarlo?” Pero no siempre sucede así. La época actual se extravía en una exaltación y fascinación de la infancia anteponiéndola a otras etapas vitales, como “etapa ideal”, lo que contribuye en poco a que esos pequeños sujetos, los niños, puedan soportar la responsabilidad de sus actos.
Abramos otra perspectiva para pensar el problema: la de la co-responsabilidad de los padres y del menor, en esa violencia. Violencia inconsciente para ambas partes: para los padres que desconocen lo que el menor denuncia en la agresión y para el hijo, que no puede poner en palabras lo que le sucede.
Por eso conviene insistir: los padres son llamados y directamente interpelados por sus hijos, niños de distintas de edades, para que intervengan ante esas situaciones. El acto violento no puede ser ignorado o minimizado!
También vale para la clínica: si las primeras señales de alerta en la infancia son tenidas en cuenta, se podrá intervenir con mejor pronóstico antes de la fijación del síntoma en el adolescente.
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