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Sobre el triple crimen de Elche

Sobre el triple crimen de Elche

Lamentablemente ese suceso tan punzante nos muestra que la subjetividad humana no depende de la conformación neuronal, ni exclusivamente de lo que se ha transmitido a un hijo.

Se escuchan ciertos comentarios en los medios acerca de que no se puede saber si ocurre algo en el cerebro del joven de quince años que disparó fulminando a sus padres y hermano menor. No se puede saber, se dice, que le ocurrió hasta tanto no se detecte el daño neuronal que justifique el trance que lo llevó a cometer semejante masacre. 

Pero la clínica puede orientarnos sobre cuestiones tan delicadas. 

Cualquier persona que se proponga matar no puede hacerlo. Para poder matar a alguien – sea un familiar o no- o poder matarse, tiene que haber una profunda perturbación en ese sujeto. Pero la cuestión es que no todos los seres hablantes que sufren alguna perturbación psíquica acaban asesinando. Para que eso ocurra tiene que haberse producido una desestabilización, una ruptura, en los mecanismos psíquicos que hasta ese momento sostenían al sujeto. 

Lo que nos humaniza, al punto de diferenciarnos del reino animal, es el lenguaje. Si no hablásemos, también nosotros seríamos salvajes. Es por el lenguaje que recibimos, y del que nos apropiamos, el que permite que nos comuniquemos y pensemos, pero también permite algo mucho más esencial que no se suele tener en cuenta: la inscripción de una ley simbólica, es decir, que el niño desde muy pequeño haya consentido a funcionar de acuerdo a una regulación que viene de afuera. Cuando digo que haya consentido, no me refiero a un acatamiento consciente, sino que se trata de una inscripción que se produce en el psiquismo de cierta ley.  O no.  

Si el niño puede acatarla, podrá funcionar con ese regulador: si se excede en algún acto es probable que aparezca la culpa, la vergüenza o el asco, barreras fundamentales que regulan las transgresiones y acechan al niño con sus efectos. Así es como el pequeño irá moldeando su modo de funcionar en el mundo y entonces medirá la escalada de sus transgresiones o directamente las evitará.

Todo ello ocurre en la primera infancia -ese ensayo error en cuanto a la ley y las normas-, y hará que en que en determinado momento ya no sea necesario que los padres o alguna autoridad externa, digan lo que se puede hacer y lo que no. Si hubo inscripción psíquica de esa ley, un niño mayor sabrá que no puede desnudarse en la vía pública, por ejemplo.

Lo anterior es solo un ejemplo de las consecuencias de la asunción de la ley que hacemos los seres hablantes valiéndonos del lenguaje. Pero lo que quiero subrayar es que si esa inscripción no se produjo en la primera infancia, luego, solo podrán crearse prótesis que suplan lo que no ha ocurrido, pero ya será un apaño, una suerte de artificio en la que inclusive el propio niño puede estar implicado, intentando “parecer normal”. En el caso que nos ocupa: que en el entorno escolar del parricida se diga que parecía un niño adaptado habla del esfuerzo en el que estaba inmerso ese joven por construirse un mundo que no lo amenazara. Cuando lo simbólico flaquea, es lo mundo imaginario el que toma relevo y es muy probable que en ese universo de los videojuegos él encontrara una serie de representaciones que lo calmaban, entre otras razones, porque en un juego virtual el cuerpo real, con el que hay que convivir, no está puesto en juego.  

Tal como podemos deducir por la desafectación con la actuó no solo durante el homicidio, luego conviviendo con los cadáveres durante tres días y más tarde narrando los hechos con una frialdad atroz, vemos que su propio cuerpo para este joven era un problema. Un cuerpo no conmovido por los afectos que se presentan cuando nos relacionamos con los otros, sino más bien un cuerpo parasitado de percepciones y sensaciones sin regulación, que solo pudo responder con la disociación entre afecto e intelecto, a la exigencia que venía del exterior.  

Que la madre no le dejara seguir jugando al Fortnite como consecuencia de sus malas notas académicas, no significa que haya que cuidarse de decirle “no” a un adolescente cuando conviene. En este caso se trata de otra cosa: ese “no” fue seguramente lo que rompió su precaria defensa. Estar aislado, sin relación con los demás, era muy probablemente la solución que había encontrado ese joven para evitar confrontarse a cualquier encuentro con el exterior que pusiera a prueba su capacidad de simbolización y pudiera desregular lo que desde hacía años ya no funcionaba para ese joven.

Seguramente si escuchamos el relato de los familiares cercanos, o de amigos a la familia que los hayan conocido, se captarán detalles que après- coup cobran nueva significación, señales de que algo no marchaba bien en él desde niño y que ha terminado de desbaratarse con el empuje pulsional que acarrea la adolescencia.

Como se ve, nada de esto tiene que ver con el amor que se prodiga a los hijos, ni con la supuesta ejemplaridad que los padres deben encarnar. Acaso, ¿qué nos autoriza a creer que estos padres no querían suficientemente a su hijo, o no transmitieron los valores correctos? 

El funcionamiento psíquico de cada ser hablante depende de ciertos anudamientos que conciernen a la pulsión, anudamientos que no son domesticables exclusivamente por la educación, ni atrapables en el entramado neuronal. 

 

Lorena Oberlin Rippstein (oberlinlorena@gmail.com).

Artículo publicado en el Diario Información. 

 

 

 

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