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¿Por qué repetimos aquello que nos duele?

¿Por qué repetimos aquello que nos duele?

¿Cómo es posible que una persona termine haciendo, a pesar suyo, justamente aquello que no le conviene? Y peor aún, qué además, eso que hace y va en su contra, no pueda dejar de repetirlo. ¿Es que acaso el sujeto no quiere su propio bien?

Hay ejemplos que nos pueden resultar cercanos: quienes inician proyectos que indefectiblemente, uno por uno, terminarán truncándose; personas a quienes todas sus amistades terminan traicionándolas; personas altruistas que después de un cierto tiempo sufren la ingratitud de quienes habían sido ayudados; etc; etc.

Por supuesto, se excluyen de esos destinos desgraciados, las contingencias, el azar, que inexorablemente se entrelaza siempre con la vida, sea una terrible enfermedad, un terremoto, la muerte de un ser querido. Esas abruptas rupturas en la vida de un sujeto justamente no son repeticiones, sino rupturas traumáticas que requerirán para poder seguir viviendo, un trabajo psíquico de elaboración. No es aquí donde debemos buscar la repetición que daña al sujeto.

Los casos que sombríamente mejor ilustran la repetición que intento situar, son aquellos donde la responsabilidad de lo que ocurre pareciera ser ajena. Por ejemplo, los encontramos en la clínica brutal del maltrato que como sociedad no deja de concernirnos: cierta mujer que al cabo de un tiempo, termina siendo maltratada por cada una de sus parejas. Asumimos que la responsabilidad indiscutible es de quien violenta, y por supuesto es así, pero eso no excluye que dos partes configuran una pareja. Lo que permitió el enamoramiento, el encuentro amoroso, venía determinado, en parte, por las primeras experiencias satisfactorias que cada uno de los integrantes de la pareja, tuvo siendo niño. Por decirlo más claramente: no nos enamoramos de cualquier persona, sino de aquella que hace resonar lo más íntimo de uno. Podemos seguir pensando en un destino fatal de esa mujer que reiteradamente es maltratada por distintos parteneires, si ignoramos las elecciones inconscientes que comandan nuestra vida.

Ante esos interrogantes que planteaba al inicio, se enfrentó Sigmund Freud en 1920, justo finalizada la Primera Guerra Mundial, ante la desazón que le causaba la condición humana, inmersa en lo peor de una guerra que no pudo ser evitada.

Y aisló un fenómeno psíquico, la compulsión de repetición, para definir aquello que en cada ser hablante – es decir, no solo en personas traumatizadas o enfermas- si no en cada uno de nosotros, es una exteriorización forzosa de lo que el sujeto no sabe de sí mismo. Y ésta es la clave.  El sujeto no sabe que repite en su repetición, porque se trata de la marca de una vivencia fundamental en su historia vital, que tuvo efectos en su cuerpo, aunque no necesariamente la persona fuera consciente de lo que ocurría.

La cuestión es que en cada repetición, esa marca, no deja de actualizarse.  Esta es la gran trampa en la que nos desconocemos: aquello que repetimos, por perjudicial que pueda parecernos, reporta una satisfacción ignorada, la que se vivió en aquella ocasión: por eso insistimos!

Cuando esas repeticiones inconscientes no logran ser aceptadas por el sujeto, se sintomatizan, toman el cuerpo y en el mejor de los casos interrogan a quien está sumido en ese automatismo, dirigiéndolo a un profesional para desentrañar aquello que ignora, y que sin embargo, está trenzando su vida. Porque, y esta es la buena noticia, lo nuevo puede ser introducido en la repetición, es decir, es posible dejar de repetir aquello que daña, si aquellas marcas inconscientes pueden empezar a decirse a través de palabras y de equívocos.

Finalmente entonces, hay un riesgo en aquello que llamamos destino. Que lo cada sujeto pueda forjarse como destino inexorable pueda ser una repetición ignorada, que lo conduzca a una vida que no desee, si no está advertido de que aunque sus elecciones parezcan libres, no lo son. Freud lo decía con contundencia en un texto de 1920: “El psicoanálisis, desde siempre pensó, que el destino fatal de un individuo, es autoinducido”. 

 

Lorena Oberlin

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