El juego y su objeto
La infancia permite acceder a un lugar privilegiado: el del juego y la invención. Basta que haya otro niño para crear, sea un primo, un vecino, un compañerito; basta que haya otro para hacer surgir del aburrimiento, la sorpresa. Algo entre dos o mas niños, un encuentro que hace lugar al imprevisto. El juego simbólico muestra allí su verdadero poderío. Se pueden ensayar ganancias, pérdidas, dominaciones, transgresiones, enfados, mutilaciones, atropellos, ensoñaciones. El único requisito es el lenguaje, herramienta fundamental que permite la representación, es decir, que la construcción psíquica no coincida con lo real. Es una gran ganancia para el psiquismo de un niño poder interponer una versión de los hechos que no se ajuste a la literalidad de lo sucedido.
Un juego en su dimensión de ensayo es sin duda, una repetición que alivia. Alivia porque el juego compartido suele terminar con un saldo irrenunciable: las consecuencias inmediatas. Para bien o para mal, ciertas normas establecidas de antemano deben ejecutarse y en caso de que alguno de los integrantes se resista, queda descubierta la herida provocada, una pérdida narcisista que exigirá tramitación.
Esa es la paradoja que interesa: en su apariencia ficcional el juego aporta un ejercicio de realidad, de esa realidad que se comparte socialmente y que exige renuncias para estar en el mundo. ¿De que orden son estas renuncias? Pulsionales ni mas ni menos, es decir, para poder jugar con otros nenes se tiene que producir un sacrificio de las excitaciones placenteras del cuerpo propio, excitaciones que no son genitales necesariamente, sino la mayoría de las veces, autoeróticas. Perder esa satisfacción inmediata que podría producir la estimulación de una determinada zona erógena o de un juego en solitario, para ganar otra mayor, postergada y socializada.
Sabemos que se juega con algo, a algo, o con alguien; en cualquier caso se trata de objetos a los que dirigirse y aquí es donde entramos en la dificultad, porque para poder jugar, el niño tuvo que construir con anterioridad un objeto separado de él. Es decir, ciertos objetos privilegiados que aparecen en el juego funcionan como referencia del objeto pulsional, del que el niño debió desprenderse. De allí que el uso que se haga de ellos, es un indicador clínico muy valorado: ¿Ese objeto es creado por el niño o ya estaba allí? ¿Qué uso hace de él? ¿Para que le sirve? Y del mismo modo, ¿como se relaciona el niño con su compañero de juegos? ¿Puede esperar? ¿Se deja ganar? ¿Somete al compañero o lo agrede?
Poder construir ese objeto pulsional y poder relacionarse con otros niños, pone en primer plano el lazo que el niño tiene con su propia libido. De conseguirse, es un gran hallazgo subjetivo que comandará la vida del pequeño en el futuro, porque la relación con la satisfacción solo es posible a través de los objetos de la pulsión, nunca de manera directa.
En este sentido, el objeto transicional tal como Donald Winnicott lo formalizó, es uno de los primeros objetos de juego autónomo; un objeto susceptible de manipularse, de gastarse, de abandonarse y volver a recuperar. Es un objeto que intermedia y anticipa la separación que va a tener lugar entre la madre y el niño. Por eso puede ser un cojín, un peluche o una manta, es decir, cualquiera de los objetos al alcance de un niño pequeño pero con la particularidad de que justamente, no será cualquiera. Para el niño, no. Es un objeto que él ha libidinizado y por tanto, de muy difícil renuncia. Da igual que el cojín se haya estropeado o le regalen otro peluche. La fijeza en ese objeto revela la función de sustitución que recae sobre él y el apaciguamiento que le reporta poder conseguirlo, sin depender del capricho materno. Es por tanto un objeto que ensaya una pérdida sin que se ponga en riesgo la identidad corporal.
Un ejemplo en la literatura psicoanalítica se ha constituido en paradigma del proceso en el cual se separa ese objeto. Es la experiencia del juego del Fort Da que Freud relata en un texto de 1920, “Más allá del Principio del Placer”. Consiste en un juego que observa repetidamente en un niño de año y medio, consistente en arrojar lejos de si todo tipo de objetos, y al hacerlo, emitir una sonoridad particular “o-o-o-o” que fue interpretado como “se fue”. La segunda parte del juego, fue visible luego de un cierto tiempo. Por efecto de un cordel atado a un carretel, el objeto que previamente había arrojado, retornaba y la expresión de júbilo que lo acompañaba, la expresaba con un Da, “aquí está”. Este juego de aparición- desaparición condensa lo esencial en la constitución psíquica de un niño, la posibilidad de que el sujeto del que el niño depende (la madre o el adulto que lo cuida), pueda faltarle. No hay un orden natural ni dado de antemano en la construcción de esa ausencia, que solo puede hacerse a través de una secuencia que persigue la inscripción de la desaparición.
Ahora bien, es otra la relación con el objeto en el caso de niños autistas. Nos enseñan en cambio, que su objeto privilegiado les resulta indispensable porque les otorga consistencia corporal y que no pueden desprenderse de él, sin que una angustia insoportable los invada. Es otra función del objeto en el sujeto, la de servirle de protección y organización, como sustitución a ese proceso de separación que no se ha producido. La devastación subjetiva puede ser inminente si no se comprende en estos casos, que el objeto forma parte de su envoltura corporal. No habrá objeto para ceder y por tanto tampoco para poner en juego. Será cuestión del trabajo clínico, acompañar al niño en la extracción del objeto para que consiga intercambios soportables con su entorno.
Lorena Oberlin Ripstein
Psicóloga de Tyché psicología Clínica.
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